Patricia Cervantes Botero[1]

La obsolescencia es un concepto que no solo puede aplicarse a objetos y elementos tecnológicos; también implica que como seres humanos podemos entrar en desuso por nuestras maneras de actuar y comprender el mundo. Esta situación nos desborda en tiempos de exactitud cibernética que colocan nuestra sobrevivencia en la zozobra.

Pienso en el asunto de la obsolescencia, no solo la programada por las industrias, sino todas aquellas que nos han sido supeditadas y establecidas por el tiempo. La palabra obsolescencia, como la cualidad de estar volviéndose obsoleto o caer en desuso, tiene en su etimología dos posibles orígenes: del verbo solere, significaría “estar en proceso de encontrar un obstáculo al uso y la costumbre de algo”; del verbo alere, implicaría estar en proceso de encontrar un obstáculo a su desarrollo. Sea un origen o el otro, el ser humano está en un proceso de encontrar un obstáculo; sea a su manera de actuar o de comprender el mundo.

El tiempo se agota cada vez y nuestros días transitan entre modalidades de celdas restrictivas por los horarios y las programaciones que nos establecemos día a día. Ya no hay tiempo de pensar, vivir y transmutar las experiencias. Estamos supeditados en un acervo de existencia que nos exige cada día más procesos de efectividad y dinamismo en el cumplimiento de objetivos e indicadores. Este encause de energías fomentadas, más aún desde la época de la pandemia de Covid-19, ha logrado que nuestros tiempos se restrinjan cada vez más. Ahora transitamos en la exactitud de los cajones cibernéticos: nuestros relojes no se atrasan, nuestras actividades están marcadas por la puntualidad; hemos olvidado el compartir, tomarnos un café con nuestro compañero de trabajo o estudio, tomarnos un tiempo para deleitar el paisaje o sentir el rastro del viento que roza nuestra cara.

Estas relaciones de efectividad nos desconectan necesariamente del mundo. Estamos desanclados; de camino a la renuncia del mundo natural, de esa conexión vital con la madre tierra que tenemos como seres humanos. En nuestras cabezas no cabe cómo sería ese mundo donde la precariedad nos desborda. Podemos imaginar muchos de estos escenarios gracias a autores de corte post apocalíptico como Philip K. Dick, George Orwell, Aldous Huxley, Ray Bradbury o William Gibson, entre muchos otros. Ellos nos transportan con sus palabras a lugares inimaginables en donde el cuerpo humano puede sobrevivir y transformarse a condiciones de extrema adaptación; así como imágenes construidas desde el cine de ficción que nos confronta desde la empatía a sentir un mundo que, para nosotros, es ajeno.

Navegar allí, en el paisaje natural de la zozobra, es entonces uno de los lugares comunes donde no se puede evitar habitar. La manera como en la actualidad la sociedad asume esta incertidumbre parte de acciones de violencia o las inusitadas compras de pánico que accionan como respuesta al temor y a la necesidad de actuar ante lo desconocido (por ejemplo, las compras excesivas de papel higiénico que se realizaron al inicio de la última pandemia) o ante lo que los medios de comunicación y las redes transmiten como “verdad”. Preguntarse cómo sería sobrevivir a la devastación, debería incluir repensar los saberes ancestrales que fomentan el cuidado de la tierra, en repensar como sería una provisión básica de alimentos mínimos que permita a las comunidades alimentarse sin que esta adquisición propenda por la ganancia. Acciones vitales que se pueden construir con nuestros amigos desde nuestras casas o apartamentos, como pequeños semilleros de hortalizas, que en un primer momento es una imagen deprimente por la pérdida de las relaciones con los campos y montañas, pero que vistos como posibilidad son espacios de vida y de existencia.

La imagen de Will Smith en su papel como el científico Robert Neville en Soy Leyenda (película basada en el libro del mismo nombre de Richard Matheson) es uno de esos filmes que amplifica esta sensación. Día tras día, en un intento de comunicación con el mundo, este personaje utiliza la radio como único medio posible después de la expansión masiva de un virus que acabó con la mayor parte de la humanidad. La comunicación, espacio vital para la sobrevivencia y una de nuestras distinciones como seres humanos gracias al lenguaje, es una de esas acciones claves que podríamos entrar a reflexionar. Adoctrinados por las redes y el internet, cabe preguntarse ¿cómo comunicarnos y cómo trasladarnos a los distintos espacios cuando la destrucción tecnológica nos desborde y ya no tengamos acceso a ella?

Me viene a la mente un invento, una pequeña radio de color azul que mi papá me mostraba cuando niña y de la cual me explicaba no necesitar baterías. La radio, de aproximadamente 4,5 por 2,5 por ocho centímetros, es una caja cerrada con una perilla plana redonda y un cable que termina en un audífono amarillento supremamente grande. Este radio que fue de corte comercial en las épocas de mi abuelo o de mi padre en su infancia y juventud, es un artefacto emparentado a la radio galena, es decir, al invento origen de la radio. Este, surgió a finales del siglo XIX y se popularizó a principios del XX por su practicidad en el uso. Para esta época la velocidad de la información era de días o semanas, y no era posible encontrar vías eficaces de acceso a ella, por lo que siempre llegaba asincrónicamente.

Su constitución era muy sencilla: un receptor, un sintonizador y un auricular. Para que ella funcione hay que conectar el aparato a una antena de cobre aislado de por lo menos veinte metros de longitud, explicaba mi padre, extendida horizontalmente y que permitiera una conexión adecuada a tierra. Esta antena hace conexión con una piedra de galena, la cual da nombre al origen del invento. Esta piedra es del orden de los sulfuros y se encuentra de forma amorfa en cristales con coloraciones azuladas opacas y brillos metálicos grises, con características nido termales, es decir, se han formado entre la interacción de un compuesto líquido y calor. Sus principales yacimientos se encuentran ubicados en Alemania, Checoslovaquia, Inglaterra, Australia, Estados Unidos, Perú y España, entre otros, y es usado en la actualidad para realizar pantallas de protección contra el Urano, como acumulador eléctrico y en aleaciones para soldaduras, moldes tipográficos y aleaciones de bajo punto de fusión (por debajo de los 233ºC - 450ºF).

A pesar de la instrucción de mi padre, buscando la referencia al aparato (KENT Radio KK MG 50) encontré que era posible conectarlo con un cable terminado en pinza a una superficie de metal, como la llave del lavadero o algún fragmento metálico que permita la conexión a tierra. Nuestras tuberías ahora son de plástico (PVC), lo que implicaría pensar en diversas formas de acceso o de experimentación de estos aparatos que nos confronten con otros esquemas de sobrevivencia. Su funcionamiento es muy sencillo: las ondas llegan a la antena generando un campo electromagnético que se traduce en una frecuencia de amplitud modulada (AM). Esta es detectada gracias al semiconductor de galena que viaja a través de una bobina de cobre y un condensador para finalmente traducirse en señales audibles de aproximadamente 20 kHz, la cuales se reproducen en una membrana auricular (audífono).

Reprogramar la obsolescencia es la imagen y la intención que se me presenta cuando pienso en la presente convocatoria. ¿Cómo ir más allá de los avances tecnológicos y el sistema económico, los cuales han propiciado descartar a gran velocidad objetos, tecnologías, artefactos, interfaces, fragmentos de la ciencia que se apegan a los nuevos descubrimientos, y que también implican que el cuerpo y la mente humana entren en desuso?, ¿cómo incentivar nuestra capacidad de inventiva que nos permita en un futuro posible resignificaciones de nosotros mismos?


[1] Artista con amplia experiencia y docente universitaria, adscrita a la facultad de ciencias humanas y artes de la Universidad del Tolima desde el 2009. Actualmente, pertenece al grupo Procesos de Investigación, Creación y Educación en Arte vinculado al programa de artes plásticas y visuales; asimismo, es directora del Centro Cultural Universitario y coordinadora del Nodo Centro de la Asociación Colombiana de Universidades (ASCUN – Cultura). Doctoranda en pensamiento complejo de la multiversidad mundo real Edgar Morin, magister en educación artística de la Universidad Nacional de Colombia, con estudios de maestría en artes plásticas y visuales, y diseñadora gráfica de la misma universidad. Ha participado en exposiciones colectivas a nivel nacional e internacional, con algunos reconocimientos a su obra y a su trabajo como docente.

Cuando llegue el silencio

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